Llega un momento en el que el escenario vital cae por su propio peso: levantarse, coger tranvía, trabajar cuatro horas en la fábrica, comer rápidamente, trabajar otras cuatro horas en la tarde, cenar, dormir y repetir el ciclo el lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábado durante todas las semanas. Hasta que, un día cualquiera, surge el inevitable ¿para qué?, y es entonces cuando se acentúa esa lasitud teñida de repugnancia.
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