Cuando uno asiste a la escena más hermosa que ha presenciado en su vida, recuerda bien los detalles años después. Yo tengo grabado el rostro y la estampa de aquella mujer.
Nos habíamos acercado al cementerio. Era el aniversario del golpe de Estado y queríamos pulsar el ambiente, presenciar las conmemoraciones, los actos de recuerdo ante el mausoleo de Allende o la tumba de Víctor Jara. Llevábamos dos meses viviendo en Chile. Primero, habíamos pasado por el monumento al presidente mártir de la plaza de la Constitución, justo detrás del Palacio de la Moneda. Nos habíamos quedado un rato escuchando los discursos, parlamentos emotivos sobre lo que pudo ser y no fue pronunciados desde un atril alzado por sobre un piélago de flores; coronas casi siempre rojas enviadas desde todos los rincones del mundo.
De allí, habíamos tomado el metro al Cementerio General: monstruosa y bella necrópolis, Santiago de los muertos, kilómetros y kilómetros de sepulcros con estratificación de clase, del mausoleo con forma de pirámide egipcia o maya a mayor gloria de algún plutócrata hortera a la humilde cruz de hierro oxidado pinchada en el escueto montón de tierra que cubre los cadáveres de los desharrapados. Aquí y allá en varios muros, un mensaje pintado por los trabajadores —si es que se los puede llamar así— del camposanto, que resume tantísimo: «Su propina es mi sueldo».
Fue ante la tumba de Jara. Primero habíamos visitado el panteón familiar donde descansa Allende, donde habíamos presenciado una coexistencia de honores espontáneos: un hombre sentado que arrancaba acordes lacrimosos a una gastada guitarra, otros que leían poemas o recitaban un panegírico. Otros que, simplemente, llegaban y lanzaban una rosa roja al interior del sepulcro.

«Volverá a marchar el pueblo
con su grito combatiente;
por tu vida lucharemos,
por tu muerte con valor.
Lucharemos por tu ejemplo,
compañero Salvador.
Que terminen los martirios
de tu tierra traicionada;
que renazcan las espigas
de la patria liberada
».

Yo comentaba a R. un artículo leído en un especial de Le Monde Diplomatique: Allende nunca dijo, como se cita siempre, «más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre para construir una sociedad mejor». No dijo se. Dijo: «más temprano que tarde, de nuevo abrirán las grandes alamedas», y se refería a los obreros a los que acababa de mencionar. Los obreros abrirían las grandes alamedas. Las alamedas no se abrirían solas. Un mero pronombre puede modificar por completo un discurso, y la modificación de este en concreto tal vez no sea inocente.
Fue, decíamos, ante la tumba de Víctor Jara. Más humilde que la de Allende: un pequeño nicho rojo ante el cual se había congregado una pequeña muchedumbre. La celebración, mejor dicho, la rememoración —nada que celebrar; las grandes alamedas nunca fueron abiertas—, revestía acá carácter oficial. Algún asistente conocido: reconocimos a Daniel Jadue, el alcalde comunista —de origen palestino— de Recoleta. Sobre una larga tarima, cuando llegamos, un meritorio guitarrista tocaba El aparecido, el romance que Jara dedicara a Manuel Rodríguez, el mejor de los libertadores, guerrillero del pueblo, cuya incómoda memoria encerraría Pinochet bajo siete llaves, pero su oposición mantendría viva: será el Frente Patriótico Manuel Rodríguez quien casi ajusticie al sátrapa en el Cajón del Maipo el siete de septiembre del ochenta y seis.

«Abre sendas por los cerros,
deja su huella en el viento,
el águila le da el viento
y lo cobija el silencio
».

Y entonces entró en escena aquella mujer. Corta melena cana, gafas, luto riguroso solo roto por un pañuelo de cuello de color ocre, el retrato en blanco y negro de un hombre con estilismo de los años setenta colgando del cuello. Se subió a la tarima donde seguía el guitarrista, ahora acompañado por cuatro mujeres colocadas tras otros tantos micrófonos de pie. Semblante hierático. Un pañuelo blanco en la mano. Miraba al suelo, con gesto de concentración, y caminaba despacio. Se anunció la cosa: una cueca sola. No se explicó la cosa, conocida ya de los presentes, pero buscaríamos la explicación más tarde: la cueca es el baile nacional chileno, un baile colorista y alegre, y se baila en pareja, pero las familiares de los desaparecidos inventaron una forma inédita y reivindicativa de danzarla. La bailarían solas. Y lo harían exactamente igual que si lo hicieran en pareja, pero sin una o, por mejor decir, con el fantasma de una. De la suya.
Arrancó el guitarrista sus acordes. Las cuatro mujeres comenzaron a cantar. Y la anciana empezó a bailar aquella coreografía triste con lo que me pareció una paradójica torpe gracilidad o grácil torpeza. Era la de aquella dama enlutada una figura robusta, tosca, inágil, pero, al mismo tiempo, algo en su baile, algo de un orden metafísico, no dejaba de proyectar una sensación de esbeltez y de ligereza. Si un roble bailara — pensé, o pienso ahora —, bailaría así; tendría esta concreta manera de ser sublime. Como se hace en la cueca propiamente dicha, la mujer levantaba y meneaba el pañuelo blanco, la otra mano agarrando la larga falda negra, danzando con pasos cortos y haciendo círculos. La letra de la canción haría llorar a las piedras:

«Mi vida, en un tiempo fui dichosa;
mi vida, apacibles eran mis días;
mi vida, mas llegó la desventura;
mi vida, perdí lo que más quería.
Me pregunto constantemente:
¿dónde te tienen?
Y nadie me responde.
Y tú no vienes, mi alma larga es la ausencia,
y por toda la tierra pido conciencia.
Sin ti, prenda querida, triste es la vida
».

El espectáculo de la belleza pura nos es dado pocas veces. Yo lo presencié allá. La majestad tajante de aquella viuda, siquiera por un segundo, todo lo hacía pequeño, derrotaba todo lo indigno; por obra de su ensalmo, el hombre y la mujer libres abrían las alamedas como un torrente que reventara una presa, sucumbían los tiranos, resucitaba el marido y todos los maridos, revivían todos los mártires, las mártires todas; se esfumaba, como tras la ruptura de un maleficio, hasta el último legado de Augusto Pinochet y Milton Friedman y Kissinger y Thatcher y toda la otra cohorte de faraones del crimen; desaparecían los «su propina es mi sueldo» de los muros del Cementerio General de Santiago porque lo hacían los Chicago Boys. Volvíase atrás y era de nuevo 1973, un setenta y tres sin militares traidores, y seguía su curso la más bonita de las revoluciones; el sueño del socialismo perseguido, no con guillotinas ni fusiles Kaláshnikov, sino con empanadas y vino tinto, sonriendo, festejando, bailando cuecas sin luto en los suburbios redimidos, los palacios tomados, las minas colectivizadas. El pueblo unido jamás era vencido y se hacía imposible el titular que acabo de leer, y acaba de recordarme aquella cueca sola: «Chile se polariza: elegirá entre un defensor de Pinochet y un nostálgico de Allende».
La disyuntiva entre un defensor de un régimen que torturaba a las mujeres introduciéndoles ratas famélicas por la vagina y un Gobierno democrático que hacía cosas como fundar una editorial nacional de libros a bajo precio para acercar la cultura al pueblo es ciertamente una polarización. Pero solo para un psicópata sería un dilema.

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