No era éste el madero de martirio a que yo estaba sujeto, no el que yo supiese: el hombre es malvado – sino que yo grité como nadie ha gritado aún:
«¡Ay, qué tremendamente pequeñas son sus peores cosas!
¡Ay, qué tremendamente pequeñas son sus mejores cosas!»
El gran hastío que sentí del hombre – ése era el que me estrangulaba y el que se me había deslizado en la garganta: y lo que el adivino había profetizado: «Todo es igual, nada merece la pena, el saber estrangula».
Un largo crepúsculo iba cojeando delante de mí, una tristeza cansada hasta la muerte, ebria de muerte, que hablaba con boca bostezante.
«Eternamente retorna, el hombre del que estás cansado, el hombre pequeño» – así bostezaba mi tristeza y arrastraba el pie y no podía conciliar el sueño.
En una caverna se transformó para mí la tierra de los hombres, su pecho se hundió, todo lo vivo convirtióse para mí en podredumbre humana y en huesos y en caduco pasado.
Mi suspirar estaba sentado sobre todos los sepulcros de los hombres y no podía ya ponerse en pie; mi suspirar y mi preguntar presagiaban augurios y estrangulaban y roían y se lamentaban día y noche:
«¡Ay, el hombre retorna eternamente! ¡El hombre pequeño retorna eternamente!»
Desnudos había visto yo en otro tiempo a ambos, al hombre más grande y al hombre más pequeño: demasiado semejantes entre sí _ ¡demasiado humano incluso el más grande!
¡Demasiado pequeño el más grande! ¡éste era mi hastío del hombre! ¡Y eterno retorno también del más pequeño! _ ¡éste era mi hastío de toda existencia!
Ay, ¡náusea! ¡náusea! ¡náusea! – Así habló Zaratustra, y suspiró y tembló; pues se acordaba de su enfermedad.
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