Llegó el día en el que un hombre se percató de que tenía trenta años de edad y, con tal pretexto, se reafirmó en su juventud. Sin embargo, no tardó mucho en situarse en relación con el tiempo, y fue ahi cuando se horririzó, contemplando a su peor enemigo. El tiempo no le pertenecía, sino que él pertenecía al tiempo. Solía desear con furor que fuera mañana un día tras otro, cuando o más sensato habría sido justo lo contrario: negarse rotundamente.
Esa rebelión encarnecida… es el absurdo.
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