Había una vez, en la lejana ciudad de Wirani, un rey que gobernaba a sus súbditos con tanto poder como sabiduría. Y le temían por su poder, y lo amaban por su sabiduría.
Había también en el corazón de esa ciudad un pozo de agua fresca y cristalina, del que bebían todos los habitantes; incluso el rey y sus cortesanos, pues era el único pozo de la ciudad.
Una noche, cuando todo estaba en calma, una bruja entró en la ciudad y vertió siete gotas de un misterioso líquido en el pozo, al tiempo que decía:
—Desde este momento, quien beba de esta agua se volverá loco.
A la mañana siguiente, todos los habitantes del reino, excepto el rey y su gran chambelán, bebieron del pozo y enloquecieron, tal como había predicho la bruja.
Y aquel día, en las callejuelas y en el mercado, la gente no hacía sino cuchichear:
—El rey está loco. Nuestro rey y su gran chambelán perdieron la razón. No podemos permitir que nos gobierne un rey loco; debemos destronarlo.
Aquella noche, el rey ordenó que llenaran con agua del pozo una gran copa de oro. Y cuando se la llevaron, el soberano ávidamente bebió y pasó la copa a su gran chambelán, para que también bebiera.
Y hubo un gran regocijo en la lejana ciudad de Wirani, porque el rey y el gran chambelán habían recobrado la razón.
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